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¿Qué puede hacer una docente ante la complejidad emocional en el aula?

Ana Karen Martínez Sarabia

16 oct 2025

Empatía

El reciente caso de violencia en el CCH Sur estremeció no solo a la comunidad educativa, sino a la sociedad en general. No obstante, es en el ámbito educativo donde estos hechos deben generar espacios de reflexión y debate. Más allá de la tragedia, queda una pregunta abierta: ¿qué ocurre en los espacios de enseñanza-aprendizaje cuando las emociones desbordadas no encuentran lugar para expresarse? No se trata de explicar un hecho aislado, sino de reconocer los hilos que conectan la angustia, la vulnerabilidad y la soledad que atraviesan a muchos jóvenes en nuestras aulas.


He sido docente por un periodo breve en la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Xochimilco. Desde ahí, he aprendido que el trabajo académico no se limita a transmitir contenidos, sino a leer las emociones como parte del proceso educativo. En la UAM-X, el Sistema Modular, basado en el constructivismo, parte de una idea central: el conocimiento se construye en vínculo, en diálogo, en comunidad. Aprender significa apropiarse del entorno, reconocerlo, interpretarlo y transformarlo. Pero ese proceso requiere de tiempo, de acompañamiento y, sobre todo, de sensibilidad.


En la práctica cotidiana, muchos estudiantes llegan con un cúmulo de estrés, ansiedad y sentimientos de desorientación. Algunos provienen de contextos de vulnerabilidad, otros atraviesan rupturas afectivas e incertidumbre. Todas y todos, de alguna forma, enfrentan un entorno social que parece exigir eficacia emocional y éxito inmediato. Esa tensión -si no se nombra, si no se escucha- puede transformarse en malestar, apatía o incluso en gestos de violencia.


Ahora bien, no toda violencia es crueldad, aunque la crueldad siempre implica violencia.


La violencia, siguiendo a Galtung (1998), se manifiesta cuando algo en la estructura o en la relación humana daña el potencial vital del otro, ya sea de manera física, simbólica o emocional. En cambio, la crueldad, como plantea Segato (2018), no es solo una acción brutal, sino una pedagogía social que enseña a deshumanizar: una forma de habituarnos a ver al otro como cosa, a aceptar el sufrimiento ajeno sin conmovernos. En sus palabras, la pedagogía de la crueldad “enseña, habitúa y programa a los sujetos a transmutar lo vivo y su vitalidad en cosas” (Segato, 2018, p. 11).


Más que una definición, Segato propone una lectura crítica de época: vivimos en un contexto en el que el capitalismo neoliberal necesita esa insensibilidad para sostener su lógica de consumo. La autora advierte que este sistema “depende de que nos acostumbremos al espectáculo de la crueldad” (Segato, 2018, p. 12), y que la masculinidad ha sido entrenada históricamente para la dureza y la distancia emocional, mientras las mujeres son colocadas en el lugar de lo disponible y desechable (Segato, 2018, pp. 13-14). En esa tensión de roles y afectos debemos reformular espacios donde la empatía se vuelva una práctica política y la educación, un terreno para resistir la deshumanización.


Frente a esto, la pregunta vuelve: ¿Qué puede, y debe, hacer una docente ante la complejidad emocional de sus estudiantes?


Tal vez la respuesta esté en nuevas formas de escucha y acompañamiento. Reconocer que detrás del silencio o la apatía hay un intento por adaptarse, y que educar implica también restituir el vínculo en un tiempo que lo disuelve. Segato (2018) llama a construir contra-pedagogías que recuperen la empatía y la comunidad frente al mandato neoliberal de la productividad. Desde esa perspectiva, el aula puede ser todavía un pequeño espacio de resistencia: un lugar donde la sensibilidad no sea debilidad, sino punto de partida.

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