

José Juan Conejo Pichardo
28 jul 2025
Análisis Político-Derechos Humanos
La victoria de José Martínez Cruz no es solo una reivindicación personal, sino una advertencia del poder que aún conserva la sociedad civil. En otro momento, con otro sistema judicial, este caso habría terminado en represión total.
En una época marcada por la erosión institucional y el uso político de los organismos autónomos, la absolución del defensor José Martínez Cruz frente a la embestida de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) es una bocanada de oxígeno democrático. Pero que nadie se confunda: este triunfo no fue un regalo del Estado, ni un gesto de justicia espontánea. Fue el resultado de años de resistencia, de acompañamiento social, de presión pública y de una estructura judicial que, con todo y sus fallas, aún no ha sido completamente tomada por el poder ejecutivo.
José Martínez Cruz, un histórico defensor de derechos humanos con más de 40 años acompañando a víctimas de desaparición forzada, tortura y represión estatal, fue perseguido administrativa y penalmente por la propia CNDH después de abandonar su cargo como Director General de la Primera Visitaduría. ¿Su "delito"? Hablar con la verdad sobre la implicación del Ejército mexicano en la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Dar entrevistas. Ejercer su libertad de expresión. Hacer lo que cualquier defensor con principios haría: denunciar.
La reacción del organismo que debería proteger a quienes alzan la voz fue brutal. Rosario Piedra Ibarra, presidenta de la CNDH, encabezó una campaña de desprestigio y persecución legal, utilizando recursos públicos para callar a quien evidenció su incompetencia y sumisión al poder político. Lejos de investigar al Ejército o a los autores materiales e intelectuales de uno de los crímenes más atroces en la historia reciente de México, la CNDH prefirió volcar su maquinaria contra uno de los suyos.
Y sin embargo, perdió.
El caso que demuestra por qué el poder quiere controlar al Poder Judicial
El fallo del tribunal colegiado que absolvió a Martínez Cruz es una excepción luminosa en un sistema que se oscurece día con día. La reforma judicial que impulsa el gobierno federal —donde los jueces serían electos por voto popular en condiciones controladas por el partido en el poder— hubiera transformado esta resolución en una venganza institucional. Porque un Poder Judicial a modo no habría fallado en favor del defensor; habría sido el verdugo perfecto para silenciarlo legalmente.
Imaginemos por un momento un escenario distinto: un tribunal controlado políticamente, con jueces temerosos de perder sus cargos si fallan contra el discurso oficial. ¿Habría absuelto a un hombre que criticó al Ejército, que expuso la colusión entre la CNDH y el poder, que fue incómodo para los intereses del Estado? La respuesta es clara y aterradora: no. José Martínez Cruz habría sido condenado no por revelar secretos, sino por decir la verdad.
Por eso, este caso es mucho más que una anécdota personal o una victoria jurídica. Es una alerta urgente sobre los riesgos de debilitar la independencia judicial en México. Lo que hoy fue justicia, mañana podría ser represión si se consolida un sistema de jueces serviles y tribunales al servicio del gobierno.
Una CNDH sin alma, sin autonomía y sin vergüenza.
Rosario Piedra llegó a la presidencia de la CNDH envuelta en escándalos desde su designación. Su legitimidad fue cuestionada desde el Senado y por las organizaciones de derechos humanos que la acompañaron —paradójicamente— durante décadas. El legado de su madre, Rosario Ibarra de Piedra, se convirtió en una carga imposible de sostener. Su gestión ha estado plagada de omisiones, conflictos internos, desmovilización institucional y subordinación política.
El caso Martínez Cruz es el ejemplo más claro de cómo Piedra Ibarra ha utilizado el cargo no para proteger a las víctimas, sino para castigar a los disidentes. La CNDH no solo ignoró el mandato constitucional de promover y defender los derechos humanos: lo traicionó. En lugar de investigar la verdad, la combatió. En lugar de apoyar a un defensor, lo hostigó. En lugar de actuar con ética, actuó con revanchismo.
Lo más grave es la arrogancia con la que la institución respondió a la exigencia de una disculpa pública, tachándola de “verborrea sin fondo”. Ese lenguaje no es de una comisión de derechos humanos; es el lenguaje de la represión institucionalizada.
Observatorio ciudadano ya: sin contrapesos no hay democracia
El caso también pone sobre la mesa una necesidad impostergable: la creación de un Observatorio Ciudadano Nacional que vigile, audite y supervise el actuar de la CNDH y de todas las comisiones estatales. No podemos seguir permitiendo que instituciones que deberían defendernos se conviertan en aparatos de persecución. No es admisible que Rosario Piedra continúe en su cargo como si nada hubiese pasado. Su permanencia daña profundamente la credibilidad de la institución.
Un sistema democrático requiere vigilancia. Y cuando los organismos autónomos fallan, esa vigilancia debe venir desde la sociedad civil. La independencia del Poder Judicial, la integridad de las defensorías y la libertad de expresión son condiciones mínimas para no caer en un régimen autoritario con apariencia de legalidad.
Hoy, José Martínez Cruz está libre de cargos. Pero no es suficiente. Se le debe una disculpa pública, una reparación del daño y, sobre todo, el reconocimiento público de que su causa es justa. No se defiende a los derechos humanos desde los escritorios de los poderosos, sino desde la calle, desde las trincheras, desde la verdad.
La absolución de Martínez Cruz es un respiro, sí. Pero también es una advertencia. Si permitimos que el gobierno capture el Poder Judicial, esta historia no se repetirá con final feliz. Se repetirá con condenas, con exilios, con silencios forzados.
Hoy ganó la verdad. Mañana, si no defendemos nuestras instituciones, ganará el miedo.
Y entonces, nadie hablará. Nadie denunciará. Nadie nos defenderá.
¿Estaremos listos para impedirlo?.

